viernes, 2 de agosto de 2013

Capítulo 1 - Un mal comienzo


"Desaparecer, dejar de existir, morir, en definitiva, no es algo que te preocupe cuando no hay nada que te una a la vida. Para alguien como yo, a quien no unía ni el amor ni el odio a la existencia, enfrentarme a la muerte fue algo que tome con mas resignación de la que cabria esperar en una persona joven. Cuando me encontré con él, cuando supe que iba a morir, solo me invadió una calmada aceptación."

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Un par de chicas hablaban ruidosamente en la parte trasera del autobús, acompañadas por un chico que, distraído mirando la pantalla de su móvil, aportaba de vez en cuando un comentario gracioso a la conversación, haciendo que las chicas se rieran escandalosamente.

Sentada en el primer asiento de todos, Claire no les prestaba atención. Había subido en la parada anterior y aún le quedaba cerca de media hora de recorrido. Su mirada se perdió en el paisaje urbano que corría frente a sus ojos y su mente echó a volar.

Hacía poco más de una semana que se había mudado a San Beirs y aquél día empezaba, finalmente, el curso escolar.

Cualquier chica en su situación se habría estado preocupando por eso durante toda la semana desde que llegara a la ciudad: habría sacado de la caja toda su ropa y elegido miles de combinaciones para terminar vistiéndose lo mejor posible, se habría peinado bien, quizás alisado el pelo, y se habría maquillado. Cualquier persona se habría mordido las uñas durante todo el trayecto, quizás alguna extrovertida habría intentado entablar conversación con los que compartía autobús. Pero ella no. Se había puesto los primeros tejanos que había encontrado y una sudadera grande y vieja, nada que ver con la última moda, no llevaba una gota de maquillaje y su cabello estaba revuelto por el viento.

No guardaba ninguna clase de sentimiento especial alrededor de empezar de nuevo. Se debía, casi seguro, a su mala experiencia respecto a los colegios. Nunca había terminado de encajar. Había tenido amigos, sí, pero todas esas relaciones habían sido cortas y superficiales, y habían terminado en dolorosas traiciones. No deseaba, de cualquier forma, recordar esos tiempos. Sospechaba, quizás, que este no iba a ser diferente.

En ese momento, el autobús anunció su parada y se detuvo frente al imponente instituto. Con un suspiro, se cargó la mochila al hombro y bajó lentamente del vehículo, forzando a sus pies a arrastrarse hacia el edificio.


Narra primera persona


El ambiente en la entrada del instituto era animado: aquí y allá se repartían abrazos entre los que no se habían visto durante las vacaciones, se compartían historias y la gente reía. También había caras perezosas y propuestas de escaparse del instituto para alargar un día mas las vacaciones.

Al igual que el resto de estudiantes, tampoco yo tenía especialmente ganas de empezar el nuevo curso, pero no conocía a nadie, y, poco deseosa de quedarme allí plantada, me apresuré a sacar el horario de la mochila y entrar al edificio.

Los pasillos eran anchos y era sencillo moverse incluso cuando había numerosos corrillos de gente fuera de las aulas, charlando. Tuve que subir dos pisos y cruzar tres veces el mismo pasillo, pero logré encontrar mi aula.

Estaba vacía. La examiné sin mucho interés. Era suficientemente grande, pero imaginé que una vez llena con treinta alumnos me sentiría encerrada dentro de ella. Las paredes no tenían decoración, nada que la hiciera propia, única.

Me arrastré hacia la mesa más al fondo de la clase, escogiendo la silla que daba a la pared y me senté, recargando la espalda contra esta. Me invadió entonces una ola de nerviosismo: no solo iba a cruzar mi último año de bachillerato, sino que era completamente nueva en aquel lugar ajeno. Dudé si cambiarme de lugar. Al fondo solían sentarse los más gamberros, y aunque dudaba que alguien decidiera compartir asiento con la nueva el primer día, quizás no era buena idea quitar el lugar “legítimo” a nadie de ese estilo.

Poco a poco, la clase se llenó de gente. Venían en grupos y se distribuyeron rápidamente por la clase. Algunos se fijaron más en mí, otros menos. En general, fue lo típico. Me preguntaron como me llamaba y de dónde venía, pero luego se volvieron a sentar con sus amigos. Parecían bastante normales, pero entonces, aparecieron.

Quizá estuviera llegando con prejuicios creados por mis malas experiencias. Quizá ésta vez me equivocara. Sin embargo, cuando las vi entrar, con sus tacones y sus camisetas reveladoras, el bolso en lugar de la típica mochila, el maquillaje y el pelo bien cuidado, la perfecta manicura, y sobretodo, el escándalo con el que entraban en el aula, supe que algo no iba bien. Se sentaron justo delante de mí y se quedaron mirándome, examinándome antes de hablar.

Esto último era algo normal. Al fin y al cabo, mi apariencia destacaba: era alta, aunque eso no se podía apreciar estando sentada, y mi cabello negro como el carbón, contrastaba violentamente con los ojos, de cielo, que le devolvieron la mirada. Sabía que mi aspecto era algo que llamaba la atención, aunque no era algo que deseara especialmente, menos aún en esas circunstancias. Como siempre, ellas estarían interesadas en mí, en tenerme cerca, para atraer las miradas de los chicos. Acaricié la idea de dejarlas acercarse: me vestiría bien y me maquillaría, reiría tontamente y me haría la manicura, me despreocuparía de mis estudios y me alarmaría porque mi novio se había enrollado con otra. Por desgracia, ese no era mi estilo.

Quizás lo percibió en mi mirada, o quizás fuera el aspecto de mi vieja sudadera la que las ahuyentó, pero la que parecía la cabecilla solo me sonrió despectivamente antes de girarse de nuevo y seguir con su conversación.

Sabía que pronto empezarían a llamarme friki, rarita y demás calificativos que se les ocurrieran. Era algo que había dejado de importarme tiempo atrás.

Mi atención se volvió hacia el profesor, que puso orden y pasó lista, y mi mente vagó durante la siguiente hora y media, en la que el profesor explicó una y otra vez en lo que consistía el curso, las avaluaciones, etc.

Por cierto. Soy Claire Rainsworth y tengo 18 años.

***

Desde mi posición en clase, podía recorrer con la vista a todos y cada uno de los presentes en ella. Pero en realidad, no podría calificar a aquello como una “clase” propiamente. El grupo de chicas aprovechaba para sacar sus móviles de última generación automáticamente en cuanto el profesor se daba la vuelta, un grupo de tíos con pinta de matones ni siquiera parecía tener intención de tomar apuntes. Me quedé mirando a uno, identificándolo como el “agresor” de la bola de papel.


Mi error fue observarlo tanto tiempo. No fue a propósito, pues después de determinar  quien era permanecí absorta en mis pensamientos y olvidé desviar la vista a tiempo. Pero ya me había visto. Esperaba que pasara de mí, que borrara de la memoria ese momento…

No tuve tal suerte.

Cuando el profesor –que parecía el típico que nunca cae bien, con su camiseta metida en los pantalones, gafas grandes y rectangulares y pelo perfectamente pegado como si se hubiera puesto pegamento- se fue, todo volvió a ser un gran alboroto. Al principio, suspiré de alivio y tosí para aclararme la voz. El grupo de chicas de antes aprovechó el cambio de clase y se acercó a mí, con intenciones más que obvias de dejarme en ridículo para hacerme ver quién mandaba. Me tensé prestando atención.

-Se supone que en ésta escuela no pueden entrar pordioseros. Incluso esa comparación es una ofensa para ellos –dijo la cabecilla, mascando un chicle-. Donde te has comprado esa cosa? –señaló mi sudadera- en el contenedor?

 Retronaron risas. Me la quedé mirando un momento antes de instaurar una falsa sonrisa en mis labios. Con el tiempo, había aprendido a ser una persona que pensaba con cierta frialdad. Muy diferente a la persona que usualmente era.

-Perdona, si me hubieran dicho que para venir tenía que vestirme como una puta, lo habría hecho –le espeté sin pensarlo. Siempre acababa todo igual. Parecía propensa a la mala suerte. Lo bueno fue que no se esperó tal contestación. No creo ni que esperara que le contestara. Consideré la chica que tenía delante como una persona acostumbrada a ser la última en decir las cosas.

Exhaló aire sin poder creérselo aún y me contestó:

-¿Qué es lo que acabas de llamarme?

-Si no sabes lo que es una puta, puedo darte mas sinónimos. Prostituta, ramera, mujer de calle, mujer promiscua… o prefieres la definición? Mmm… tu?

Enrojeció violentamente de rabia y frustración, y la verdad es que me sentía poderosa en esos instantes en que no sabía que decirme. Si no fuera por que la profesora de la siguiente hora estaba depositando los libros sobre la mesa, seguramente la chica me hubiera abofeteado delante de todos. Caminó hacia su pupitre dando zancadas ofendidas, moviendo las caderas y el pelo con orgullo herido por mis palabras. Diríase que me dejaría en paz durante unos días.

***
Las clases acabaron a las 5 de la tarde. En aquél país tan al norte del continente, a esas alturas del año y a esa hora del día era prácticamente de noche. Nos dieron de comer en la escuela y nos explicaron que era una excepción por hoy, que cada lunes a mediodía deberíamos salir fuera o llevarnos la comida de casa. Los otros días, nos “liberarían” a las 2. Recogí mis libros lentamente esperando que se vaciara la clase y poder volver a mi yo.

Cuando no hubo nadie, me relajé y, levantándome, salté repetidamente sin moverme del sitio como para destensarme. El ser lo que no era provocaba dolor de cabeza. Repasé los pupitres con la vista. La clase parecía muerta, los destellos de la luna que empezaba a asomarse por entre los arboles se reflejaba en la pared. La luz del sol que aún quedaba, daba a la clase un aspecto violáceo, lúgubre. Me apresuré a colgarme la pesada mochila en la espalda para iniciar camino hacia la taquilla que me habían asignado.

El pasillo daba miedo en ese momento. No es que fuera asustadiza, pero una paulatina inquietud crecía en mi estómago. Abrí con una llave mi taquilla y tras dejar los libros que no me hacían falta, la mochila pareció aligerarse gratamente.

Al cerrarla, por poco me da un infarto allí mismo. Al principio solo vi una silueta oscura, pero al acostumbrárseme la vista, descubrí que se trataba de aquél matón al que me había quedado mirando. Rápida como el rayo, me tiré hacia atrás.

-¿Y a ti qué te pasa? –le solté, con el corazón a cien por hora. Sonrió como un gato. No fue agradable.

-Verás… -empezó, con aire algo arrogante. Sus ojos no me perdían de vista ni un segundo, algo me decía que era peligroso. Más de lo que su aspecto parecía- la chica a la que insultaste era mi novia. Y no le hizo ninguna gracia lo que le dijiste –en ese momento me di cuenta que llevaba algo en las manos, como una barra de hierro corta y con sobresalto por mi parte empezó a golpear las taquillas ajenas lentamente.

Obligué a mi cerebro a pensar con calma. Me crucé de brazos para evitar que me temblaran y sopesé las posibilidades que tenía. Si, estaba asustada. En menos de cinco segundos había trazado miles de vías de escape diferentes, algo que en un estado sereno no hubiese podido hacer. Y en ese momento no conseguía tranquilizarme.

-¿Deberías disculparte, no crees? A lo mejor no te hago daño si le das una compensación por su vergüenza –se mofó. Retrocedí hacia atrás mientras el avanzaba hacia adelante. No se lo creía ni él que me rebajaría a semejante cosa. Pero mi cabeza repetía: “No te enfrentes a él, por lo que más quieras, en este momento no abras tu maldita…”

-No tengo por costumbre ir disculpándome por cosas que no siento. Y menos a una zorra engreída.

“¡¡Pedazo de imbécil!! ¡Tuviste que decir algo! ¡Siempre haces lo mismo!”

Se paró. Ahora parecía bastante molesto y cabreado. Se lanzó a por mí, tan rápido que solo tuve tiempo de gritar y echarme a un lado para evitar que me golpeara con la barra de hierro. Ésta resonó en el suelo con un chirrido espeluznante que me erizó la piel.

¿A cuántos chicos –y chicas- les habría roto los huesos antes que a mí? Y lo más importante. ¿Cuántas veces se habría cambiado de escuela aquél tipo? Ni siquiera sabia como se llamaba… Sin pensar hacia donde iba, fui corriendo hacia el final del pasillo, y cuando identifiqué la salida di gracias a quien sabe qué. No creí poder correr tan rápido como lo hice, la verdad. No paré ni por un segundo. Salté los siete escalones que había delante de la escuela, y me sacudió un ramalazo de dolor en los tobillos de tan brusco aterrizaje.

Quería rascármelos pero no tenía tiempo y, tambaleante, vadeé calles y callejones, salté vallas y peldaños sin siquiera mirar atrás consciente de que si lo hacía, entraría en crisis nerviosa viéndolo seguirme de cerca. Me felicité por las horas de gimnasia en el otro pueblo que me habían proporcionado un buen fondo, complementando mi poca fuerza física. Pero el aire era frío y se filtraba en mi garganta, obligándome a jadear con desesperación. Intenté pensar para donde correr en ese momento. Podría, ahora que se me permitía pensarlo durante unos instantes, correr a casa. Era una misión suicida, la verdad. Tenía que llegar a la escuela y volver en autobús y era casi una hora de punta a otra. No aguantaría tanto tiempo sin detenerme.

Y entonces vislumbré una posible salvación. Unas cuantas calles mas arriba, distinguí el principio de un bosque, pegado a una carretera empinada por la montaña. Los tobillos me dolían, las piernas en sí me ardían, pero seguí corriendo como alma que lleva al diablo hacia adelante. Únicamente me detuve para recuperar el aliento antes de adentrarme en aquella selva de ciudad. El matón estaba para el arrastre, como observé desde arriba con satisfacción. Ahora le costaba caminar, y sonreí con alivio antes de girarme e irme.

El bosque de aquella ciudad estaba cubierto de una fina capa de nieve ese día. Me habría puesto a admirar el paisaje si no fuera por que si me detenía el tío acabaría dándome caza. Varias ramas me azotaron el rostro, caí unas cuantas veces y me desollé las manos. Me escondí tras un gran árbol, sin ánimo de adentrarme más. Mi respiración fue serenándose poco a poco, a medida que el hueco sonido de los grillos en el bosque resonaba ampliamente y dejaba claro que nadie me seguía. Miré a mi alrededor, cansada. Aún podía ver algo, pero no quise arriesgarme a tropezar y saqué mi móvil del bolsillo de la sudadera, dejando que la luz bañara el lugar. Me di cuenta de que podría  encontrarme si veía la claridad pero no tenía otra solución. Tenía un mal presentimiento. Seguramente eran paranoias de mi mente, pero algo hizo que las alarmas estallaran. Aunque después de un rato, me tranquilicé bastante. Solo tenía que volver por donde había venido y…

-¿Qué haces aquí? –inquirió una voz severa a mis espaldas. El estómago saltó en mis paredes interiores, y fue tal la impresión que antes de gritar como si me estuvieran matando quedé muda de sorpresa. Incluso con mi chillido, no se inmutó. Ni siquiera se movió de sitio. Lo alumbré con mi linterna provisional y lo observé cuidadosamente.

Era un chico, de cara ovalada y facciones elegantes. Una mandíbula recta al igual que su nariz, precedida de unos labios carnosos. No me paré a observar nada más. Bueno, salvo sus ojos, que me miraban como si estuviera cometiendo un error, negros como el carbón. Estaba muy serio… o eso me lo pareció hasta que miró por encima de mi hombro.

-Bingo –exclamó casi para él mismo, pero lo oí. Su boca se torció en una media sonrisa, y luego volvió a dirigirse a mí-.  Gracias por traerlas, hacía mucho que las estaba buscando.

“Las”? De qué estaba hablando? Me permití girar el cuello unos centímetros para percatarme de que el chico que me estaba persiguiendo hacía tan solo unos minutos se encontraba ahí de pie, mirando al otro que me había salvado con ojos desorbitados.

-Por qué no te rindes ya, Malcom? –gritó el que tenía delante a mi perseguidor-. Todo resultará menos doloroso si te rindes.

Malcom, el de la escuela se rió de una forma… muy rara. Si no lo supiera, diría que estaba cacareando o algo así. Luego paseó de un lado a otro con parsimonia. El ambiente era tan tenso que podía cortarse con un cuchillo.

-No lo haremos –“haremos?”- en este pueblo hay cosas interesantes. Adolescentes egocéntricos, niños inocentes, vecinos tan divertidos y… Ah. La gente es tan sabrosa… -no me lo podía creer. Debía estar soñando esas palabras-. Y el gran Kiseop, el vampiro que no lo es quiere detener la diversión… -chasqueó la lengua, negando con fingido disgusto-. Mal monstruo estás hecho.

Kiseop entrecerró los ojos pero no abrió la boca. Un sonido a nuestra derecha nos delató que otra persona había aparecido. La alumbré con mi linterna. Era una chica morena, no la conocía. A su lado, como si fuera la cosa mas normal del mundo se colocó otra, una chica rubia que había saltado tan rápido y alto que no había logrado seguirla con la vista. Las dos, pese a mi linterna, no pararon de mirar al ojinegro antes de acercarse a mi antiguo agresor. Ahora sabía dónde había visto a la pelirrubia teñida.

-Tú… -la palabra escapó de mis labios antes de que pudiera detenerlas. Seis pares de ojos se posaron en mí, como si se hubieran dado cuenta que existía.

-Me insultaste –siseó la chica, señalándome. Su voz era como un silbido, no era normal. Me estaban asustando. Luego bajó la mano a su cuello e hizo el gesto de decapitación. Me quedé fría y me costó lo indecible no tragar saliva.

-Retrocede –ordenó de pronto el chico de ojos negros-. Ahora. YA.

No me lo tuvo que decir una cuarta vez. Fui caminando hacia atrás, hasta que tropecé con una rama, cayendo de espaldas. Con miedo vi que el tal Kiseop se agazapaba como para contener algo, y con el más puro horror fui testigo de algo que creía imposible. Los tres chicos del instituto se metamorfosearon lentamente. Alas, cuerpo delgado, garras, brazos largos… y una horrorosa cara humanoide.

-Por fin dais la cara tal y como sois, Arpías –gruñó Kiseop antes que las tres semi-aves se abalanzaran sobre él. No sé en qué momento pasó. Quizás fueran segundos o minutos antes pero… mi mente desconectó y me sumí en la oscuridad.

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