"Desaparecer, dejar de existir, morir, en definitiva, no
es algo que te preocupe cuando no hay nada que te una a la vida. Para alguien
como yo, a quien no unía ni el amor ni el odio a la existencia, enfrentarme a
la muerte fue algo que tome con mas resignación de la que cabria esperar en una
persona joven. Cuando me encontré con él, cuando supe que iba a morir, solo me
invadió una calmada aceptación."
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Un par de chicas hablaban
ruidosamente en la parte trasera del autobús, acompañadas por un chico que,
distraído mirando la pantalla de su móvil, aportaba de vez en cuando un
comentario gracioso a la conversación, haciendo que las chicas se rieran
escandalosamente.
Sentada en el primer asiento de
todos, Claire no les prestaba atención. Había subido en la parada anterior y
aún le quedaba cerca de media hora de recorrido. Su mirada se perdió en el
paisaje urbano que corría frente a sus ojos y su mente echó a volar.
Hacía poco más de una semana que
se había mudado a San Beirs y aquél día empezaba, finalmente, el curso escolar.
Cualquier chica en su situación
se habría estado preocupando por eso durante toda la semana desde que llegara a
la ciudad: habría sacado de la caja toda su ropa y elegido miles de
combinaciones para terminar vistiéndose lo mejor posible, se habría peinado
bien, quizás alisado el pelo, y se habría maquillado. Cualquier persona se
habría mordido las uñas durante todo el trayecto, quizás alguna extrovertida
habría intentado entablar conversación con los que compartía autobús. Pero ella
no. Se había puesto los primeros tejanos que había encontrado y una sudadera
grande y vieja, nada que ver con la última moda, no llevaba una gota de
maquillaje y su cabello estaba revuelto por el viento.
No guardaba ninguna clase de
sentimiento especial alrededor de empezar de nuevo. Se debía, casi seguro, a su
mala experiencia respecto a los colegios. Nunca había terminado de encajar.
Había tenido amigos, sí, pero todas esas relaciones habían sido cortas y
superficiales, y habían terminado en dolorosas traiciones. No deseaba, de
cualquier forma, recordar esos tiempos. Sospechaba, quizás, que este no iba a
ser diferente.
En ese momento, el autobús
anunció su parada y se detuvo frente al imponente instituto. Con un suspiro, se
cargó la mochila al hombro y bajó lentamente del vehículo, forzando a sus pies
a arrastrarse hacia el edificio.
Narra primera persona
El ambiente en la entrada del
instituto era animado: aquí y allá se repartían abrazos entre los que no se
habían visto durante las vacaciones, se compartían historias y la gente reía.
También había caras perezosas y propuestas de escaparse del instituto para
alargar un día mas las vacaciones.
Al igual que el resto de
estudiantes, tampoco yo tenía especialmente ganas de empezar el nuevo curso,
pero no conocía a nadie, y, poco deseosa de quedarme allí plantada, me apresuré
a sacar el horario de la mochila y entrar al edificio.
Los pasillos eran anchos y era
sencillo moverse incluso cuando había numerosos corrillos de gente fuera de las
aulas, charlando. Tuve que subir dos pisos y cruzar tres veces el mismo
pasillo, pero logré encontrar mi aula.
Estaba vacía. La examiné sin
mucho interés. Era suficientemente grande, pero imaginé que una vez llena con
treinta alumnos me sentiría encerrada dentro de ella. Las paredes no tenían
decoración, nada que la hiciera propia, única.
Me arrastré hacia la mesa más al
fondo de la clase, escogiendo la silla que daba a la pared y me senté,
recargando la espalda contra esta. Me invadió entonces una ola de nerviosismo:
no solo iba a cruzar mi último año de bachillerato, sino que era completamente
nueva en aquel lugar ajeno. Dudé si cambiarme de lugar. Al fondo solían
sentarse los más gamberros, y aunque dudaba que alguien decidiera compartir
asiento con la nueva el primer día, quizás no era buena idea quitar el lugar
“legítimo” a nadie de ese estilo.
Poco a poco, la clase se llenó de
gente. Venían en grupos y se distribuyeron rápidamente por la clase. Algunos se
fijaron más en mí, otros menos. En general, fue lo típico. Me preguntaron como
me llamaba y de dónde venía, pero luego se volvieron a sentar con sus amigos.
Parecían bastante normales, pero entonces, aparecieron.
Quizá estuviera llegando con
prejuicios creados por mis malas experiencias. Quizá ésta vez me equivocara.
Sin embargo, cuando las vi entrar, con sus tacones y sus camisetas reveladoras,
el bolso en lugar de la típica mochila, el maquillaje y el pelo bien cuidado,
la perfecta manicura, y sobretodo, el escándalo con el que entraban en el aula,
supe que algo no iba bien. Se sentaron justo delante de mí y se quedaron
mirándome, examinándome antes de hablar.
Esto último era algo normal. Al
fin y al cabo, mi apariencia destacaba: era alta, aunque eso no se podía
apreciar estando sentada, y mi cabello negro como el carbón, contrastaba
violentamente con los ojos, de cielo, que le devolvieron la mirada. Sabía que
mi aspecto era algo que llamaba la atención, aunque no era algo que deseara
especialmente, menos aún en esas circunstancias. Como siempre, ellas estarían interesadas
en mí, en tenerme cerca, para atraer las miradas de los chicos. Acaricié la
idea de dejarlas acercarse: me vestiría bien y me maquillaría, reiría
tontamente y me haría la manicura, me despreocuparía de mis estudios y me alarmaría
porque mi novio se había enrollado con otra. Por desgracia, ese no era mi
estilo.
Quizás lo percibió en mi mirada,
o quizás fuera el aspecto de mi vieja sudadera la que las ahuyentó, pero la que
parecía la cabecilla solo me sonrió despectivamente antes de girarse de nuevo y
seguir con su conversación.
Sabía que pronto empezarían a
llamarme friki, rarita y demás
calificativos que se les ocurrieran. Era algo que había dejado de importarme
tiempo atrás.
Mi atención se volvió hacia el
profesor, que puso orden y pasó lista, y mi mente vagó durante la siguiente
hora y media, en la que el profesor explicó una y otra vez en lo que consistía
el curso, las avaluaciones, etc.
Por cierto. Soy Claire Rainsworth
y tengo 18 años.
***
Desde mi posición en clase, podía recorrer
con la vista a todos y cada uno de los presentes en ella. Pero en realidad, no
podría calificar a aquello como una “clase” propiamente. El grupo de chicas
aprovechaba para sacar sus móviles de última generación automáticamente en
cuanto el profesor se daba la vuelta, un grupo de tíos con pinta de matones ni
siquiera parecía tener intención de tomar apuntes. Me quedé mirando a uno,
identificándolo como el “agresor” de la bola de papel.
Mi error fue observarlo tanto tiempo. No fue
a propósito, pues después de determinar
quien era permanecí absorta en mis pensamientos y olvidé desviar la
vista a tiempo. Pero ya me había visto. Esperaba que pasara de mí, que borrara
de la memoria ese momento…
No tuve tal suerte.
Cuando el profesor –que parecía el típico que
nunca cae bien, con su camiseta metida en los pantalones, gafas grandes y
rectangulares y pelo perfectamente pegado como si se hubiera puesto pegamento-
se fue, todo volvió a ser un gran alboroto. Al principio, suspiré de alivio y
tosí para aclararme la voz. El grupo de chicas de antes aprovechó el cambio de
clase y se acercó a mí, con intenciones más que obvias de dejarme en ridículo
para hacerme ver quién mandaba. Me tensé prestando atención.
-Se supone que en ésta escuela no pueden
entrar pordioseros. Incluso esa comparación es una ofensa para ellos –dijo la
cabecilla, mascando un chicle-. Donde te has comprado esa cosa? –señaló mi
sudadera- en el contenedor?
Retronaron risas. Me la quedé mirando un
momento antes de instaurar una falsa sonrisa en mis labios. Con el tiempo,
había aprendido a ser una persona que pensaba con cierta frialdad. Muy
diferente a la persona que usualmente era.
-Perdona, si me hubieran dicho que para venir
tenía que vestirme como una puta, lo habría hecho –le espeté sin pensarlo. Siempre
acababa todo igual. Parecía propensa a la mala suerte. Lo bueno fue que no se
esperó tal contestación. No creo ni que esperara que le contestara. Consideré
la chica que tenía delante como una persona acostumbrada a ser la última en
decir las cosas.
Exhaló aire sin poder creérselo aún y me
contestó:
-¿Qué es lo que acabas de llamarme?
-Si no sabes lo que es una puta, puedo darte
mas sinónimos. Prostituta, ramera, mujer de calle, mujer promiscua… o prefieres
la definición? Mmm… tu?
Enrojeció violentamente de rabia y
frustración, y la verdad es que me sentía poderosa en esos instantes en que no
sabía que decirme. Si no fuera por que la profesora de la siguiente hora estaba
depositando los libros sobre la mesa, seguramente la chica me hubiera abofeteado
delante de todos. Caminó hacia su pupitre dando zancadas ofendidas, moviendo
las caderas y el pelo con orgullo herido por mis palabras. Diríase que me
dejaría en paz durante unos días.
***
Las clases acabaron a las 5 de la tarde. En
aquél país tan al norte del continente, a esas alturas del año y a esa hora del
día era prácticamente de noche. Nos dieron de comer en la escuela y nos
explicaron que era una excepción por hoy, que cada lunes a mediodía deberíamos
salir fuera o llevarnos la comida de casa. Los otros días, nos “liberarían” a
las 2. Recogí mis libros lentamente esperando que se vaciara la clase y poder
volver a mi yo.
Cuando no hubo nadie, me relajé y,
levantándome, salté repetidamente sin moverme del sitio como para destensarme.
El ser lo que no era provocaba dolor de cabeza. Repasé los pupitres con la
vista. La clase parecía muerta, los destellos de la luna que empezaba a
asomarse por entre los arboles se reflejaba en la pared. La luz del sol que aún
quedaba, daba a la clase un aspecto violáceo, lúgubre. Me apresuré a colgarme
la pesada mochila en la espalda para iniciar camino hacia la taquilla que me
habían asignado.
El pasillo daba miedo en ese momento. No es
que fuera asustadiza, pero una paulatina inquietud crecía en mi estómago. Abrí
con una llave mi taquilla y tras dejar los libros que no me hacían falta, la
mochila pareció aligerarse gratamente.
Al cerrarla, por poco me da un infarto allí
mismo. Al principio solo vi una silueta oscura, pero al acostumbrárseme la
vista, descubrí que se trataba de aquél matón al que me había quedado mirando.
Rápida como el rayo, me tiré hacia atrás.
-¿Y a ti qué te pasa? –le solté, con el
corazón a cien por hora. Sonrió como un gato. No fue agradable.
-Verás… -empezó, con aire algo arrogante. Sus
ojos no me perdían de vista ni un segundo, algo me decía que era peligroso. Más
de lo que su aspecto parecía- la chica a la que insultaste era mi novia. Y no
le hizo ninguna gracia lo que le dijiste –en ese momento me di cuenta que
llevaba algo en las manos, como una barra de hierro corta y con sobresalto por
mi parte empezó a golpear las taquillas ajenas lentamente.
Obligué a mi cerebro a pensar con calma. Me
crucé de brazos para evitar que me temblaran y sopesé las posibilidades que
tenía. Si, estaba asustada. En menos de cinco segundos había trazado miles de
vías de escape diferentes, algo que en un estado sereno no hubiese podido
hacer. Y en ese momento no conseguía tranquilizarme.
-¿Deberías disculparte, no crees? A lo mejor
no te hago daño si le das una compensación por su vergüenza –se mofó. Retrocedí
hacia atrás mientras el avanzaba hacia adelante. No se lo creía ni él que me
rebajaría a semejante cosa. Pero mi cabeza repetía: “No te enfrentes a él, por lo que más quieras, en este momento no abras
tu maldita…”
-No tengo por costumbre ir disculpándome por
cosas que no siento. Y menos a una zorra engreída.
“¡¡Pedazo de
imbécil!! ¡Tuviste que decir algo! ¡Siempre haces lo mismo!”
Se paró. Ahora parecía bastante molesto y
cabreado. Se lanzó a por mí, tan rápido que solo tuve tiempo de gritar y
echarme a un lado para evitar que me golpeara con la barra de hierro. Ésta
resonó en el suelo con un chirrido espeluznante que me erizó la piel.
¿A cuántos chicos –y chicas- les habría roto
los huesos antes que a mí? Y lo más importante. ¿Cuántas veces se habría
cambiado de escuela aquél tipo? Ni siquiera sabia como se llamaba… Sin pensar
hacia donde iba, fui corriendo hacia el final del pasillo, y cuando identifiqué
la salida di gracias a quien sabe qué. No creí poder correr tan rápido como lo
hice, la verdad. No paré ni por un segundo. Salté los siete escalones que había
delante de la escuela, y me sacudió un ramalazo de dolor en los tobillos de tan
brusco aterrizaje.
Quería rascármelos pero no tenía tiempo y,
tambaleante, vadeé calles y callejones, salté vallas y peldaños sin siquiera
mirar atrás consciente de que si lo hacía, entraría en crisis nerviosa viéndolo
seguirme de cerca. Me felicité por las horas de gimnasia en el otro pueblo que
me habían proporcionado un buen fondo, complementando mi poca fuerza física.
Pero el aire era frío y se filtraba en mi garganta, obligándome a jadear con
desesperación. Intenté pensar para donde correr en ese momento. Podría, ahora
que se me permitía pensarlo durante unos instantes, correr a casa. Era una
misión suicida, la verdad. Tenía que llegar a la escuela y volver en autobús y
era casi una hora de punta a otra. No aguantaría tanto tiempo sin detenerme.
Y entonces vislumbré una posible salvación.
Unas cuantas calles mas arriba, distinguí el principio de un bosque, pegado a una
carretera empinada por la montaña. Los tobillos me dolían, las piernas en sí me
ardían, pero seguí corriendo como alma que lleva al diablo hacia adelante.
Únicamente me detuve para recuperar el aliento antes de adentrarme en aquella
selva de ciudad. El matón estaba para el arrastre, como observé desde arriba
con satisfacción. Ahora le costaba caminar, y sonreí con alivio antes de
girarme e irme.
El bosque de aquella ciudad estaba cubierto
de una fina capa de nieve ese día. Me habría puesto a admirar el paisaje si no
fuera por que si me detenía el tío acabaría dándome caza. Varias ramas me
azotaron el rostro, caí unas cuantas veces y me desollé las manos. Me escondí
tras un gran árbol, sin ánimo de adentrarme más. Mi respiración fue serenándose
poco a poco, a medida que el hueco sonido de los grillos en el bosque resonaba ampliamente
y dejaba claro que nadie me seguía. Miré a mi alrededor, cansada. Aún podía ver
algo, pero no quise arriesgarme a tropezar y saqué mi móvil del bolsillo de la
sudadera, dejando que la luz bañara el lugar. Me di cuenta de que podría encontrarme si veía la claridad pero no tenía
otra solución. Tenía un mal presentimiento. Seguramente eran paranoias de mi
mente, pero algo hizo que las alarmas estallaran. Aunque después de un rato, me
tranquilicé bastante. Solo tenía que volver por donde había venido y…
-¿Qué haces aquí? –inquirió una voz severa a
mis espaldas. El estómago saltó en mis paredes interiores, y fue tal la
impresión que antes de gritar como si me estuvieran matando quedé muda de
sorpresa. Incluso con mi chillido, no se inmutó. Ni siquiera se movió de sitio.
Lo alumbré con mi linterna provisional y lo observé cuidadosamente.
Era un chico, de cara ovalada y facciones elegantes.
Una mandíbula recta al igual que su nariz, precedida de unos labios carnosos.
No me paré a observar nada más. Bueno, salvo sus ojos, que me miraban como si
estuviera cometiendo un error, negros como el carbón. Estaba muy serio… o eso
me lo pareció hasta que miró por encima de mi hombro.
-Bingo –exclamó casi para él mismo, pero lo
oí. Su boca se torció en una media sonrisa, y luego volvió a dirigirse a mí-. Gracias por traerlas, hacía mucho que las
estaba buscando.
“Las”? De qué estaba hablando? Me permití
girar el cuello unos centímetros para percatarme de que el chico que me estaba
persiguiendo hacía tan solo unos minutos se encontraba ahí de pie, mirando al
otro que me había salvado con ojos desorbitados.
-Por qué no te rindes ya, Malcom? –gritó el
que tenía delante a mi perseguidor-. Todo resultará menos doloroso si te
rindes.
Malcom, el de la escuela se rió de una forma…
muy rara. Si no lo supiera, diría que estaba cacareando o algo así. Luego paseó
de un lado a otro con parsimonia. El ambiente era tan tenso que podía cortarse
con un cuchillo.
-No lo haremos –“haremos?”- en este pueblo
hay cosas interesantes. Adolescentes egocéntricos, niños inocentes, vecinos tan
divertidos y… Ah. La gente es tan sabrosa… -no me lo podía creer. Debía estar
soñando esas palabras-. Y el gran Kiseop, el
vampiro que no lo es quiere detener la diversión… -chasqueó la lengua,
negando con fingido disgusto-. Mal monstruo estás hecho.
Kiseop entrecerró los ojos pero no abrió la
boca. Un sonido a nuestra derecha nos delató que otra persona había aparecido.
La alumbré con mi linterna. Era una chica morena, no la conocía. A su lado,
como si fuera la cosa mas normal del mundo se colocó otra, una chica rubia que
había saltado tan rápido y alto que no había logrado seguirla con la vista. Las
dos, pese a mi linterna, no pararon de mirar al ojinegro antes de acercarse a
mi antiguo agresor. Ahora sabía dónde había visto a la pelirrubia teñida.
-Tú… -la palabra escapó de mis labios antes
de que pudiera detenerlas. Seis pares de ojos se posaron en mí, como si se
hubieran dado cuenta que existía.
-Me insultaste –siseó la chica, señalándome.
Su voz era como un silbido, no era normal. Me estaban asustando. Luego bajó la
mano a su cuello e hizo el gesto de decapitación. Me quedé fría y me costó lo
indecible no tragar saliva.
-Retrocede –ordenó de pronto el chico de ojos
negros-. Ahora. YA.
No me lo tuvo que decir una cuarta vez. Fui
caminando hacia atrás, hasta que tropecé con una rama, cayendo de espaldas. Con
miedo vi que el tal Kiseop se agazapaba como para contener algo, y con el más
puro horror fui testigo de algo que creía imposible. Los tres chicos del
instituto se metamorfosearon lentamente. Alas, cuerpo delgado, garras, brazos
largos… y una horrorosa cara humanoide.
-Por fin dais la cara tal y como sois, Arpías
–gruñó Kiseop antes que las tres semi-aves se abalanzaran sobre él. No sé en
qué momento pasó. Quizás fueran segundos o minutos antes pero… mi mente
desconectó y me sumí en la oscuridad.
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